Domingo XXXI del tiempo ordinario (A)

Amigos muy queridos:

Todos los bautizados formamos parte del Pueblo de Dios, que es la Iglesia. Como en la sociedad civil o en la familia, en la Iglesia hay diferentes funciones y responsabilidades, y todo marcha a las mil maravillas cuando cada uno ocupa su lugar, cumple la propia responsabilidad y ejerce el carisma que le ha sido dado con sinceridad y dedicación, olvidándose de sí mismo y mirando sólo al bien colectivo.

El pueblo de Israel tuvo, en un primer tiempo, los Profetas. Ellos eran personas surgidas espontáneamente, por divina vocación, dotados de una intensa vida interior y de un carisma contemplativo, que los hacía idóneos para ser intermediarios entre Dios y la comunidad. Su misión era la de mantener encendida la antorcha de la fe monoteísta recibida de los padres, y estar atentos a que las costumbres del pueblo no se desviaran del camino recto y del culto al Dios vivo y verdadero.

Con el tiempo fue disminuyendo la presencia de los profetas y aumentó el servicio sacerdotal, hasta quedarse con la dirección exclusiva de la vida religiosa. Fue apareciendo también la figura de los maestros de la ley y la enseñanza legalista de los fariseos. Un cambio tan substancial propició una progresiva desviación del camino recto. Se lo advierte Malaquías: Os apartasteis del camino, habéis hecho tropezar a muchos en la ley, habéis invalidado mi alianza con Leví -dice al Señor de los ejércitos-.

Con éstas, vino Jesús y, con su ministerio público, empezó una renovación a fondo. A los apóstoles, que han de ser los continuadores de su misión, les advierte de las desviaciones sacerdotales de la época. Les dice: No hagáis lo que ellos hacen. (…) ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Y les encarga que sean servidores de la palabra a la comunidad. La voluntad de Jesús, pues, es que la misión sacerdotal en la comunidad de la Iglesia, como lo fue la de los apóstoles, sea la de servir, olvidándose de sí mismos en lo posible, y de las propias conveniencias y necesidades.

San Pablo lo entendió perfectamente y nos estimula a seguir su ejemplo. Mirad que confidencia tan hermosa a los cristianos de Tesalónica: Os teníamos tanto cariño que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habéis ganado nuestro amor. Así de alto nos ha dejado el listón a todos los sacerdotes. Y ¿Qué diremos de los Obispos? Nuestro deber es acercarnos lo más posible a este ideal.

Pero los fieles tenéis también vuestro deber: ganaros el amor de Dios y de vuestros pastores. Para ello, acoged la palabra de Dios en vuestro corazón, alegraos profundamente con la Buena Noticia anunciada y entrad en una actitud abierta de respuesta agradecida, corresponded al amor de que sois objeto y poned vuestros carismas y talentos al servicio de Cristo y de la comunidad.

Es así como seremos el Pueblo de Dios, pueblo en marcha, haciendo juntos el camino; el camino que nos separa de la plenitud total en la posesión del Reino.