Domingo XXV del tiempo ordinario (A)

Hermanos bienamados en el Señor:

Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca, nos decía el profeta Isaías. ¿Cuándo es que se le encuentra al Señor? Es precisamente ahora, durante esta vida. No solamente deja que se le encuentre. Es más verdad todavía que es él quien sale a nuestro encuentro. ¿Qué otro sentido podría tener, sino, la parábola de los trabajadores de la viña. Es él – el propietario- quien sale al amanecer, es decir: en los inicios de la vida, cuando se despierta el uso de la razón, cuando los padres descubren a sus hijos el misterio de la existencia de Dios y cuando éstos empieza a asistir a la Catequesis. Sale también a media mañana: al tiempo de la adolescencia y de la juventud. Sale luego hacia el mediodía: cuando la persona entra en la madurez, al tiempo que el padre y la madre, todavía jóvenes, han de resplandecer ante sus hijos como el sol y han de dar frutos personales alcanzando una vida con sentido y plenitud; y vuelve a salir hacia media tarde, cuando el hombre y la mujer empiezan a declinar y entienden que llega el declive. Luego, finalmente, vuelve a salir al caer de la tarde: cuando en una tercera edad avanzada, uno se da cuenta de que se acerca la puesta del sol de la vida y la hora de guarecerse en la casa del Padre.

En cada una de estas comparecencias, se propone un mismo objetivo: encontrar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Pero, ¿Cuál es la viña del señor? Es nuestra vida, que hemos de trabajar con esmero para llegarle a dar todo el sentido que puede tener y hacer de ella un obsequio agradable a los ojos de Dios. Y ¿Cómo se hace esto? Lo responde Isaías: Que el malvado abandone su camino, y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad, a nuestro Dios, que es rico en perdón.

Nuestra tarea es corregir la trayectoria volviendo a Dios desde el fondo de nuestro ser y dejar de dar culto a las cosas; salir del egoísmo para entrar en el camino del amor. Es un trabajo indispensable, porque con frecuencia andamos desencaminados, hemos equivocado la ruta: Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes que vuestros planes -oráculo del Señor- ha escrito Isaías.

No vale, pues, adormecernos o conformarnos con cuatro prácticas y algunos moralismos caducos, a todas luces insuficientes. Lo que nos urge es cambiar nuestra manera de pensar, hasta que se parezca lo más posible al pensamiento de Dios; cambiar el objeto de nuestra esperanza y de nuestro amor, frecuentemente terrenales y perecederos.

Si todavía nos movemos en el amor de las cosas y en la confianza en ellas, hemos de empezar a amar a Dios por encima de todo, y al prójimo como a nosotros mismos. Y nuestra esperanza no puede tener más que un motivo lógico y sensato: esperar en Dios generoso en perdonar. En cualquier momento de la vida en que nos decidamos por esta opción, la respuesta del Señor es la misma, como se deduce del comportamiento del propietario con los trabajadores de última hora: Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Lo mismo que había prometido a los contratados al amanecer. Los de la última hora ya habían sufrido bastante con la espera y la incertidumbre de su situación. Las personas más venturosas serán siempre las que, al amanecer de su vida, se ponen en el camino correcto y trabajan desde el primer momento para darle salida y sentido.