Domingo XXI del tiempo ordinario (A)

Hermanos todos muy amados en el Señor:

Los que intentamos vivir de la fe no nos vemos libres de plantearnos preguntas sobre Dios, Jesucristo, la Iglesia. Preguntas que nunca hallarán un respuesta científicamente evidente. Los estudios bíblicos y teológicos nos ayudan a llegar hasta la coherencia y la credibilidad de los dogmas; es decir: llegamos a la conclusión de que optar por la fe es perfectamente razonable, aunque esta decisión no nos dé certeza humana comprobable ninguna.

Cuando pensamos en Dios, por ejemplo, son apropiadas las palabras de San Pablo que hemos escuchado hace un momento: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! (…) ¿Quién conoció la mente del Señor? (…) El es el origen, guía y meta del universo. Cuando nos perdemos en la inmensidad de Dios, la visión se expande hasta el infinito y comprendemos que no podemos hacer otra cosa que repetir con el mismo apóstol: ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! (… ) A él la gloria por los siglos. Amén.

Dios es único, fuente y origen de todo: él es el amor, la verdad, el bien, la luz, la libertad, la vida, y todo cuanto existe de él procede, como las aguas del manantial, como la luz y el calor, del sol. Dios es el porqué y el cómo de todos los seres, que de él proceden y a él retornan. Pero, él en sí mismo, es inalcanzable, incomprensible, porque es infinito en todos los aspectos y dimensiones en que pretendamos considerarlo.

Si Pensamos en Jesucristo y nos preguntamos quién es él, comprendemos, en primer lugar que es hombre como nosotros, hijo de una mujer conocida, vecino de una aldea, trabajador como sus contemporáneos; sabemos que comía, se fatigaba, dormía, oraba, y se relacionaba con sus semejantes, y, finalmente, murió, como lo hacen todos los hombres. Mientras vivía, hizo cosas extraordinarias y explicó una doctrina admirable que dejaba embobados a sus oyentes, y que tiene todavía resonancias impresionantes, dos mil años después. Y que resucitó de entre los muertos.

Pero, en este Jesús hay un misterio impenetrable. Dijo de sí mismo: Yo y el Padre somos uno. Y, cuando Pedro confesó: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Jesús le respondió: ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Así, pues, Jesús es el Hijo unigénito de Dios, es la revelación plena de Dios en la Historia de la humanidad, porque en él habita toda la plenitud de la divinidad.

Y ¿Qué diremos de la Iglesia? Por una parte, es la comunidad histórica en peregrinaje por el mundo, a la búsqueda del Reino de Dios; por otra es el cuerpo místico de Jesús resucitado, que engloba toas las personas de buena voluntad. Es, por su componente humano, una sociedad imperfecta, incluso pecadora y, por su origen y el Espíritu que la vivifica, un misterio de santidad. Cuando profesamos nuestra fe, decimos: Creo en Dios, creo en Jesucristo, creo en la Iglesia. Como Iglesia que somos, nos hemos de cuestionar sobre hasta que punto somos fieles a Jesús y a su mensaje liberador.