Domingo XVII del tiempo ordinario (A)

Hermanos míos en el Señor:

Algunas personas han descubierto un ideal, un objetivo, un amor tan grande, que se sienten absorbidos por ello, sin que les resten ojos ni oídos para otra cosa. Movidas por aquella fuerza interior, son capaces de abandonarlo todo, para entregarse plenamente a la consecución de su deseo absorbente. ¿Estamos seguros de que existe alguna cosa o algún ideal dotado de un valor tan eminente, que merezca la pena renunciar a todo lo demás para conseguirlo?

Según el libro de los Reyes, Dios propuso a Salomón: Pídeme lo que quieras. Respondió Salomón: Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien, pues, ¿quién sería capaz de gobernar a este pueblo tan numeroso? A Salomón le ha parecido más importante la sabiduría que una larga vida, que la riqueza o que la venganza de sus enemigos. Tal disposición agradó a Dios, quien le concedió plenamente lo que pedía. Y fue un rey con un corazón sabio e inteligente, como no lo ha habido antes ni lo habrá después de él.

Con la anterior preparación podemos entender mejor el mensaje evangélico que hemos escuchado: el Reino de los cielos es lo más importante de todo, el idea por el cual vale la pena desvivirse hasta el final, vender todo cuanto uno tiene y renunciar a cualquier beneficio, seguridad o placer. El reino de los cielos es como un tesoro escondido, como una perla fina. Puede que estas cosas solo sean halladas por aquellos que no se dan por satisfechos fácilmente, por los que no se contentan con nimiedades, por los idealistas y aventureros. Llegar a un descubrimiento tal en el orden espiritual es propio de personas inconformistas e inquietas; cosa que denota un gran corazón. En el orden temporal son los que llamamos ambiciosos, y en el mundo espiritual, los santos.

Es evidente que, como dice la misma palabra, los valores temporales, son válidos solamente por un tiempo, que pasan y nos abandonan – o los abandonamos- totalmente. Hemos de buscar, pues, la sabiduría de Salomón para saber deslindar el bien del mal y preguntar por los valores del Reino: aquellos que son trascendentes y eternos. Estos valores salen al paso de todo aquel que los desea vehementemente: Llamad y os abrirán, pedid y se os dará, buscad y hallaréis, dice el señor. Porque al que llama, le abren, al que pide, le es dado, y el que busca, encuentra – añade Jesús, para que no quepa duda alguna.

No podría ser de otra manera, si consideramos con San Pablo, que, a los que aman a Dios todo les sirve para el bien, y, a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.

Si nos decidimos por el tesoro escondido, no lo busquemos fuera de nosotros, no emprendamos viajes costosos; no nos hace falta disponer de capital ni tener cualidades excepcionales. Basta descender al interior de uno mismo, escuchar los latidos del corazón y la voz de la conciencia: El Reino de los cielos dentro de vosotros está. El clima propicio lo hallaremos en el silencio interior, sin miedo alguno de encontrarse consigo mismo. Procuremos además un espíritu de oración, porque es en el secreto del corazón donde tiene lugar el diálogo entre Dios y nosotros. Con más rezón, si pensamos que, por el bautismo, quedó sembrada en nuestra alma la semilla del Reino de Dios.