Hermanos míos en el Señor:
El tierno y cálido ambiente navideño nos da el momento apropiado para celebrar la fiesta de la Sagrada Familia. En ella veneramos las figuras excelsas de María y José, las encargadas por la Providencia de recibir a Jesús al llegar entre nosotros y, después de proporcionarle el calor que necesita un recién nacido, acompañarle en sus primeros pasos nada fáciles en este mundo. De algún modo, podemos considerar que ellos toman la vez de toda la humanidad y, en representación de la misma, acogen al Dios hecho hombre. Nada debe haber ocurrido de tan gran belleza a los ojos de Dios como la amorosa acogida de su Hijo en el seno familiar de José y María.
Jesús que viene de Dios, siendo rico, se hace pobre por nosotros. Desde su nacimiento, puesto en un pesebre, comienza el camino de pobreza absoluta que sigue fielmente con su exilio a Egipto, su regreso a Palestina, su vida de predicador itinerante y su despojo integral a la hora de su pasión y muerte. Así, la pobreza de Jesús se convierte en nuestro enriquecimiento.
Durante la infancia, el papel básico de María es el de ser madre. Ella, que nos ha traído al autor de la vida, lo ha preparado con inmenso cuidado, protección y amor y le ha enseñado a ser hombre y servidor de Dios Padre, al tiempo que se ha implicado sin reserva alguna en su misión redentora.
Por su parte, José, el tercer personaje de la escena, cumple fielmente la misión que le ha sido encomendada: prepara la cueva y el pesebre, pone a salvo al niño en Egipto, vuelve con él a Nazaret, actuando de padre a plena dedicación. De este modo se cumple lo del profeta: Nuestro Dios apareció en el mundo y vivió entre los hombres (Ba 3,38).
La convivencia de la Sagrada Familia es seductoramente modélica para toda familia humana, donde se viven las primeras experiencias de acogida, de afecto, de valoración. Es el marco desde donde el niño se descubre a sí mismo y toma su primer contacto con el mundo y las cosas que le rodean. Allí empieza a desarrollar su conciencia y a entender el sentido de los acontecimientos que le conciernen, así como el papel que le corresponde en el concierto de la convivencia y su propia vocación en el mundo.
La familia es, por encima de todo, el refugio de amor y de paz, y el único lugar donde se aprende a amar y a ser amado; cosa esta última que nunca se podrá aprender en los libros sin la práctica favorable de la convivencia, sin la positiva iniciación en el hogar paterno. La experiencia del amor recibido y dado en familia será, para el futuro, el fundamento imprescindible para una auténtica vida cristiana y la mejor garantía para una sociedad sana.
La belleza de este espectáculo contrasta con aquel otro de las familias desestructuradas -tan frecuentes ahora- y nos hace sentir cercanos a las personas que sufren el drama de la separación. Para todas ellas, hoy, un afectuoso recuerdo y un sincero ofrecimiento de ayuda, si ello es posible y lo creen necesario. Las exhortamos igualmente a intentar superar sus crisis generosamente y a mantener su relación de afecto con la comunidad cristiana, para que puedan hallar en Dios consuelo y ayuda.