Domingo I de Adviento (A)

Amados hermanos:

Por todas partes, ahora como en otros tiempos, se oyen voces de esperanza. El mundo entero clama y espera por una paz estable y nunca pierde la confianza de conseguirla; los pueblos del tercer mundo vuelven su mirada hacia los países ricos y cultos solicitando, humildes, una mano amiga que les ayude a salir de la marginación y del hambre; y en nuestro mundo vemos dibujada la esperanza en el rostro de mucha gente, ilusionada por la próxima salida de una situación penosa, la mejora del momento presente o la solución de un problema angustiante.

Nosotros los creyentes, que hoy comenzamos el Adviento, llevamos en el corazón la esperanza como todos los hombres; pero un esperanza que va más allá del tiempo. Queremos subir a la montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob: él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas. El Señor mismo es nuestra esperanza, que tiene proyectos de paz y de felicidad para todos los hombres y presidiendo la historia, abre senderos de luz que conducen a un bien si fin.

Con todo, la esperanza del triunfo final no nos excusará de implicarnos en la realidad del mundo presente, porque el Reino de Dios ya está aquí. A nosotros nos incumbe hacerlo visible hasta hacer realidad la profecía de Isaías: De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. El Reino de Dios en este mundo es simiente y esperanza de plenitud en el otro, pudiendo decir en verdad que ahora es tiempo de siembra y de cultivo para recoger luego los frutos.

Con que fuerza escribe San Pablo a los romanos: Hermanos: daos cuenta del momento en que vivís; ya es hora de despertaros del sueño…el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. La misma advertencia nos da Jesús para que no nos pase como en tiempo de Noé, días antes del diluvio, cuando la gente se reía de él y vivía obsesionada por comer, beber, divertirse y las demás actividades temporales. Por tanto, estad en vela, dice Jesús.

Estar en vela y alerta, es decir que no debemos continuar con la mirada del alma puesta en el suelo de este mundo: el dinero, el trabajo -con frecuencia excesivo- el confort y la satisfacción de los sentidos. Se entiende fácilmente que así no construimos el Reino de Dios, ni hacemos un mundo mejor; antes al contrario: nos encerramos en un egoísmo absurdo donde cabemos nosotros solos o, como máximo, un pequeño círculo de parientes y amigos.

Estar en vela significa cuidar nuestros valores profundos, progresar en nuestra fe y esperanza sobrenatural, descubrir horizontes lejanos, encontrar tiempo para los demás, hacernos solidarios de los más desfavorecidos y progresar en nuestra relación con Dios. Sentirnos cerca de Dios es tan necesario como el alimento o la respiración. Pensar en los demás y encontrar tiempo para ellos es tan importante como trabajar. Con todo esto nos damos cuenta de estar dormidos en muchos aspectos y de que nos conviene despertar. El Adviento que hoy empezamos nos brinda la oportunidad de ponernos en marcha con entusiasmo hacia una vida más rica, más plural y, sobre todo, más feliz.