Pentecostés (A)

Hermanos míos en el Señor:

Hoy, cincuenta días después de Pascua, celebramos la fiesta de Pentecostés, de reminiscencia hebrea. Aquel día, los israelitas ofrecían los primeros panes de la nueva cosecha y era como un memorial de la conclusión de la Alianza entre Yahveh e Israel. El Pentecostés cristiano, también cincuenta días después de la Pascua de resurrección, es la celebración de la venida del Espíritu Santo, conclusión igualmente, del proceso de la Nueva Alianza en el misterio de Jesús. En el lenguaje popular se la llama, a veces, Pascua granada como complemento de la Pascua florida, porque con la venida del Espíritu Santo, se han producido en la comunidad los frutos de la redención obrada por Jesús.

Los apóstoles e encontraban juntos, unidos en la caridad. De haberse dispersado el Espíritu Santo no habría bajado sobre ellos. Estando juntos, pues, en actitud de oración y de espera confiada, comenzaron luego a percibir los signos de la presencia divina. Los signos fueron un viento violento y unas como lenguas de fuego suspendidas sobre la cabeza de cada uno de ellos. El viento significa movimiento, para que entendamos que la presencia de Dios es activa, todo lo remueve, despierta de la modorra y arranca las ramas secas de la vida de los hombres; y el fuego significa calor, entusiasmo, amor.

Y quedaron llenos del Espíritu Santo. El Espíritu, que el libro del Génesis presenta como aleteando sobre las aguas turbulentas de los tiempos de la creación, revoloteaba aquel día sobre los corazones de aquellos hombres asustados, promoviendo una nueva creación, la del espíritu, la del nuevo reino anunciado por Jesús. Era el Espíritu Santo quien comenzaba a moverse entre las conciencias de la incipiente comunidad y el que acompaña a la Iglesia en el proceloso mar de los tiempos.

Y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. Se entiende que, iluminados por el Espíritu Santo, son capaces de decir aquello que puede entender toda persona de buena voluntad. Se cumple aquí aquello que Jesús había expresado, orando al Padre: Te doy gracias, Padre, porque has revelado a los pequeños y a los humildes, aquello que has escondido a sabios y creídos. Comprobamos aquí, de manera milagrosa quizás, la concesión de la sabiduría divina a los limpios de corazón, a los humildes, a los pobres de espíritu, a los pacíficos; en una palabra, a los escogidos de Dios.

San Pablo ha llegado a la conclusión de que todo progreso en el descubrimiento de la verdad es un don del Espíritu Santo; hasta tal punto que ni siquiera podemos llegar al acto de fe sin su ayuda. La frase de San Pablo es ésta: Nadie puede decir «Jesús es el Señor», si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Nosotros, como privilegiados, somos los primeros que tenemos derecho al don prometido, puesto que hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Mas, aunque formamos un solo cuerpo con Cristo por cabeza, hay diversidad de dones, pues, en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Por consiguiente, puesto nuestro deseo y la buena voluntad, El Espíritu distribuye los dones como él quiere: a cada uno según sus propias condiciones y las funciones que ha de ejercer en la comunidad. Ahora mismo, en nuestro tiempo, el Espíritu está a la puerta esperando poderse dar. Todo depende de nuestra apertura y disponibilidad.