Domingo II del tiempo ordinario (A)

Amados hermanos y amigos:

La liturgia de este domingo nos sitúa al inicio de la vida pública de Jesús, cuando nadie lo conocía todavía, excepción hecha de María, su madre y, esporádicamente y casi por milagro, Juan el Bautista. En la escena de hoy, del Evangelio de San Juan, el Bautista, viendo a Jesús que se acercaba, comunicó a sus discípulos brevemente todo lo que sabía de él. Les dijo: Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, (…) He contemplado el Espíritu que bajaba del cielo, como una paloma, y posó sobre él. (…) Yo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios. Y les animó a dejarle a él y a seguir al Maestro.

Con la aparición de Jesús todo queda trastocado: El Testamento antiguo ha fenecido; ha llegado la plenitud de los tiempos y Dios se ha hecho presente al mundo en la persona de Jesús, comenzando el Testamento nuevo, el de la salvación de los hombres. Siendo así que el hombre no puede librarse por sí mismo de la carga del mal que le oprime, fruto del pecado que embrutece la humanidad entera, ahora Dios ha tomado partido personalmente, y la salvación de los hombres será iniciativa suya exclusiva por la mediación del Hijo: Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.

Para nosotros, ésta es la hora de la fe: Toda la noticia que nos ha llegado sobre Jesús -excepción hecha de los menguados datos históricos suficientemente comprobados- más que una evidencia científica, es un sólida esperanza en la promesa, confirmada por la palabra de testigos oculares; antes que un conocimiento demostrado y experimentado, es la aceptación de una noticia que es preciso creer, sin ver. Se trata, pues, de aceptar a Jesús como el camino de nuestra salvación, como la verdad que nos hará libres, como la vida que nos trae plenitud. Es, ni más ni menos, el cumplimiento de la promesa que había sido confiada al pueblo de Israel, desde muy antiguos tiempos: Te hago luz de las naciones para que la salvación alcance hasta el confín de la tierra.

Afirmamos que esta esperanza se puede vivir únicamente por el camino de la fe, asumiendo en nuestro interior que el seguimiento de Jesús no es, en manera alguna, garantía de una vida terrenal más fácil y segura, sino tan solo de la salvación trascendente. Jesús es básicamente la respuesta a la pregunta sobre el más allá, sobre la vida que dura después de la muerte. Con todo, nos dejó el legado de comenzar a vivir acá al estilo de los salvados y de instaurar ya en este mundo la verdad, la justicia y el amor entre los que son llamados a la plenitud definitiva de estos bienes.

Es evidente, por otra parte, que aquellos que optan por el seguimiento sincero de Jesús, esforzándose para vivir de acuerdo con el modelo y las enseñanzas que él nos dejó, disfrutan, ya ahora, de una nueva calidad de vida que se concreta en hallar sentido suficiente a todos los avatares de la vida presente. Hallar sentido pleno a la vida y a la muerte ¿no es, por ventura, el mayor bien que podemos desear en este mundo?

Y es verdad igualmente que, si la humanidad mayoritariamente caminase a la luz de Jesús y siguiendo sus huellas, este mundo sería el feliz preludio del gozo definitivo que esperamos para siempre, en el más allá.