«Aguardando la dicha que esperamos» (Tit 2,13)

Noviembre nos lleva a recordar y a rezar por nuestros queridos difuntos. El día 2 y durante todo este mes, recordamos a todos los difuntos del mundo, especialmente nuestros familiares, amigos y bienhechores, aquellos por quienes tenemos mayor obligación de rezar, y todos los que amamos y que ya han partido hacia la Casa del Padre. Tengámoslos presentes; recemos con confianza por ellos, para que reciban perdón y salvación eterna; y pidamos que los sacerdotes recen también por nuestros difuntos, con el ofrecimiento del sacrificio de la misa.

La Eucaristía es el mejor de los sufragios por nuestros difuntos, ya que siempre es memorial de la muerte redentora y de la resurrección de Cristo, «aguardando la dicha que esperamos y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo” (Tit 2,13). Encomendar una persona fallecida y hacer que los ministros de la Iglesia oren por ella, recordándola en la celebración de la Eucaristía, es unirla a Cristo para presentarla, junto con Él, ante el Padre. En varios momentos de la misa y en el interior de la plegaria eucarística, siempre recordamos la intercesión y la ayuda de los santos, al tiempo que también siempre oramos por los difuntos. Aplicamos la gracia infinita de la Eucaristía por los vivos y por los difuntos, sabiendo que el sacrificio de Jesucristo les será vida y salvación, porque nos unen unos lazos muy fuertes de comunión amorosa.

El Papa Francisco nos anima a tener esperanza ante la muerte, a confiar en Jesús, porque Él es el Resucitado de entre los muertos “y mantendrá viva la llama de la fe en los últimos momentos de vida, nos tomará de la mano para decirnos: “¡levántate, álzate!”. La muerte ya no es la última palabra para las personas que han creído y amado. Ya no tenemos que buscar entre los muertos a Cristo, porque ha vencido la misma muerte, ni tumba alguna puede sepultar la Vida de Cristo ni la de aquellos que Él ha redimido. El Padre se complace en Cristo y nos lo da como Camino, Verdad y Vida nuestra, Hermano mayor que con su amor ilumina y revela la esperanza de la resurrección gloriosa, más allá del sufrimiento y de la muerte. «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25), y en Él creemos, vivimos y esperamos la vida eterna, y nuestro reencuentro con los seres queridos.

Vivamos este mes de noviembre y también la participación durante el año en las exequias y los funerales -bella tradición arraigada en nuestra Diócesis- como un momento intenso de proclamar nuestra fe en la Resurrección de Cristo y nuestra esperanza de que el Señor perdonará y premiará aquellos que le encomendamos. Si vivimos las bienaventuranzas, si amamos como Jesús ha amado, si nos entregamos a todos con generosidad y testimoniamos nuestra fe con coherencia de vida, entonces viviremos de verdad y seremos acogidos por el Señor en las moradas eternas que Él se ha avanzado a prepararnos: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

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