“Yo soy Rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37)

Al final del año litúrgico, y como recapitulándolo, agradezcamos que semana tras semana hayamos podido ir celebrando el misterio de la Vida Nueva que Jesucristo Resucitado nos regala por pura gracia. La Iglesia al final del año, como al final de la historia, mira a Cristo que nos salva, y celebra con gran efusión de alegría la solemnidad de Jesucristo Rey del universo, compendio de la Pascua celebrada cada domingo y en cada eucaristía.

Parecería que Jesús de Nazaret ya no debería interesar a nadie después de veinte siglos de cristianismo, y después de tantas infidelidades y pecados de los cristianos, como se complace en poner de relieve un persistente anticristianismo. ¿Estamos en el final de la fe y de la Iglesia? Algunos lo abandonan y buscan inspiración mística en sí mismos -que se sitúan en el lugar de Dios-, o en espiritualidades evanescentes -no acogiendo el gran reto de la encarnación-, y otros ya creen superada toda sacramentalidad que haría presente el misterio salvador de Cristo a través de la Iglesia y de sus indignos discípulos. Pero Jesús está bien vivo, y continúa apasionando, sigue siendo «testigo de la verdad» (Jn 18,37). Cuando sus palabras, sus grandes mandamientos, las parábolas, su desconcertante huella histórica son presentadas con vigor a niños y jóvenes, a quien aún no lo conoce, continúan captando, atrayendo y haciendo cambiar la vida, dándole sentido. Se dan tantas conversiones en el mundo, y muchos bautizos de adultos… ¡Qué bueno y qué grande es conocer a Cristo, seguirlo, y amarlo cada día más!

Cuando en el momento actual de nuestro mundo y de nuestra cultura, hay tanto vacío de valores verdaderos, tanto sufrimiento, soledad y desesperación, tantas personas y familias rotas, con falta de trabajo decente, con precariedades, buscamos el Cristo, el Rey de Bondad, el Crucificado, imagen de la misericordia de Dios, y ayudamos para que las personas que tratamos se le confíen, le hablen, quieran conocerlo. «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13,8).

Proclamar hoy este mensaje, con nuestro testimonio, de nuevo es una aportación transformadora, necesaria. Anunciarlo humildemente tiene que ser el compromiso más profundo de la fiesta de Cristo Rey. Porque Jesucristo, el Rey del universo, no está inactivo sino que es el primero y el más interesado en que el amor, la justicia y la paz, distintivos del Reino, se vayan abriendo paso, con fuerza. Por eso Jesús enseñaba: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano» (Mc 4,26-28). El Papa Francisco comenta que como la semilla sembrada crece desde dentro, así el Reino de Dios crece «a escondidas» en medio «de nosotros» o se encuentra escondido como «la joya o el tesoro», pero «siempre en la humildad». Y quien da crecimiento a aquella semilla es el Espíritu Santo que está en nosotros, y que es Espíritu de suavidad, de humildad, de obediencia y de simplicidad. «Es él quien hace crecer dentro el Reino de Dios, no son los planes pastorales, las grandes cosas». Pidamos al Espíritu Santo la gracia de hacer germinar «en nosotros y en la Iglesia, con fuerza, la semilla del Reino de Dios para que llegue a ser grande, dé refugio a muchísima gente y dé frutos de santidad.»

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