La Pascua es el «día en que actuó el Señor» (Sal 117), el día en el que «la piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular». Estos domingos de Pascua, vividos como una sola fiesta a lo largo de la cincuentena pascual, iremos proclamando con este salmo 117, que la misericordia del Padre es eterna, que su amor es incondicional y salvador, y que el pecado y el mal han sido vencidos por la Cruz. Jesús ha triunfado sobre la muerte y podemos estar ciertos de que « es eterna su misericordia«. Tenemos que acoger el consuelo y la paz que brotan de estas palabras inspiradas por el Espíritu Santo, especialmente en momentos de larga crisis sanitaria y social como la que nos toca vivir. Hay esperanza, porque Cristo ha resucitado. Podemos cantar nuestra inmensa alegría: «Dad gracias al Señor, porque es bueno. Porque es eterna su misericordia«.
San Juan Pablo II proclamó este domingo segundo de Pascua el domingo de la Divina Misericordia. Jesucristo ha resucitado y ha derramado la inmensa e incondicional misericordia del Padre en los corazones de todos. El perdón se ha derramado en la tierra y con él la auténtica reconciliación. «¡No seas incrédulo sino creyente!«, nos dice Jesús hoy a cada uno de nosotros, como lo decía a Tomás (Jn 20,27).
Abrámonos al don del Espíritu Santo que nos regala el Padre, por medio de Cristo Resucitado. Ahora sí que podemos ser «misericordiosos como el Padre» (Lc 6,36), y podemos vivir en comunión con Él. Podemos amar como Jesús, y dar la vida por amor a los hermanos, ser uno con el Padre y su enviado, Jesús, para que el mundo crea. Podemos realizar las obras de misericordia, amando con obras y de verdad, descubriendo en los necesitados al mismo Cristo, poniendo amor donde no haya, venciendo el mal con el bien, manteniendo firme la esperanza en la vida eterna y superando toda incertidumbre y cansancio con el don de su paz.
Dejemos en esta Pascua que Jesús entre con su Vida nueva en el mundo y en los corazones, aportando su Luz y su Paz. Abrámosle ya desde ahora la puerta de nuestras vidas, de nuestros hogares, y abrámosla a nuestro próximo, a los más necesitados. Jesús, traspasado en la Cruz por amor, ha hecho brotar de su Sagrado Corazón la divina misericordia especialmente para los que no la merecíamos, porque todo el mundo y en todos los tiempos, tengamos cabida en su amor, siempre redentor y renovador. «El nombre de Dios es misericordia», afirma el Papa Francisco, y los que lo acogen, sus hijos, vivirán en la misericordia y difundirán misericordia.
Recordemos en esta Pascua a quienes ya han traspasado hacia la vida eterna, y pensemos en los enfermos de todo el mundo, y en aquellas personas que dependen en cierto modo de nosotros. Pensemos en los que sufren y en los que esperan mejorar sus condiciones de vida. Y en el fondo, recomencemos un tiempo nuevo de nuestra personal historia, lo que llamamos «el camino de la vida». Pascua es recomenzar. Y Dios siempre nos acompaña en este camino, no lo hacemos solos. De Él venimos, en Él vivimos y hacia Él nos dirigimos. Mientras tanto, nos da la Iglesia, una «familia» de hermanos; y nos sostiene con su gracia para que no caigamos y para que si caemos, nos levantemos. Ya que Él es siempre Padre y fuente de Misericordia.
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