«Una mujer vestida del sol…» (Ap 12,1)

Cuando celebramos la fiesta más grande y gozosa de la Virgen, su entrada o «asunción» al cielo, la liturgia de la Palabra proclama: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza (…) la mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones (…) Y oí una gran voz en el cielo que decía: ‘Ahora se ha establecido la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo’» (Ap 12.1ss). El misterio de victoria y de resurrección de Jesucristo ya se ha realizado plenamente en aquella que Dios creó Inmaculada, y por eso la Asunción es también gloriosa promesa de lo que Dios realizará en todos nosotros. Fiesta grande en la Iglesia y fiesta mayor en muchísimos de nuestros pueblos, porque a todos protege la Madre del Cielo, vestida con la luz brillante del sol, de Cristo que ya lo gobierna todo.

La Virgen María Asunta nos anima a «buscar los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3,1-2 ). María siempre nos dirige hacia su Hijo y quiere que como hijos suyos, experimentemos lo que significa la Vida Nueva de la Resurrección, ¡que nos levantemos y volvamos a la vida! Una Vida Nueva, «de arriba», que se convierte en amor y confianza, salud y servicio, sacrificio y humildad, abnegación y oración en toda circunstancia, acogida de la gracia divina y amor a la Iglesia que, por los sacramentos, nos regala la comunión con Cristo Salvador.

La primera referencia oficial a la Asunción se encuentra en la liturgia oriental, en el siglo IV, cuando ya se celebraba la fiesta del «Recuerdo de María» que conmemoraba la entrada al cielo de la Virgen y donde se hacía referencia a la «dormición» como la muerte, resurrección y asunción. La verdad de la Asunción fue definida como «dogma de fe» (verdad de la que no podemos dudar) por el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950, tras una consulta al episcopado mundial (1946) y teniendo en cuenta el testimonio de la liturgia, la creencia de los fieles guiados por sus pastores, los testimonios de los Padres y Doctores de la Iglesia y el consenso de los obispos de todo el mundo. El texto dice: «proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que: la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Const. Apostólica Munificentissimus Deus). En el prefacio de la misa de la Virgen Asunta, se la proclama ella “figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra. Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro”. Palabras hermosas que explican la alegría de la acción de gracias en la Eucaristía de este día glorioso y bendito.

Santa María, «la llena de la gracia del Señor» y Asunta con su Hijo, comunica luz y gracia a los enfermos de cuerpo y de alma (y os aseguro que las enfermedades del alma son siempre mucho más difíciles de curar). La Madre del Cielo nos sana y nos repone. Está siempre cerca de nosotros. Alabémosla hoy, agradezcámosle su «sí» humilde y generoso, que nos ha merecido tan grande Redentor.

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