Para comunicarse con su pueblo, se suele valer Dios de personas o instituciones por él elegidas, como es el caso del profeta Ezequiel. Se trata siempre de personas que, viviendo atentas a la voz interior, han sentido dentro de sí la presencia del Espíritu que, de una u otra manera, les comunicaba un mensaje. Los profetas no son adivinos del futuro ni receptores de milagrosas apariciones de ángeles o del mismo Dios. El fenómeno por ellos experimentado es la fuerza de la verdad presente en su interior de manera irresistible.
Entonces, el profeta no ha tenido otra alternativa que comunicar la verdad recibida a los hombres de su tiempo. El profeta Ezequiel lo vivió de esta manera: Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí (...) Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos.
Los profetas no se sintieron jamás superhombres, sino instrumentos pobres al servicio de la verdad. Es por lo que San Pablo afirma: Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Por eso, sintiéndose pobre más que ningún otro, entrega su vida a la tarea de comunicar por todo el mundo la verdad salvadora que le ha sido comunicada.
El mismo Jesús, el más grande de los profetas, siendo Dios, era también hombre tan de verdad, que costaba trabajo ver en él más que a un hombre. Su misma condición de hombre, conocido como un vecino más del pueblo de Nazaret, dificultaba la escucha y aceptación de su mensaje profético. La gente de Nazaret decía: ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María? Todavía actualmente, algunos encuentra dificultad en aceptar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. A pesar de eso, hombre evidente y Dios oculto, por él ha venido y viene la salvación de Dios al mundo, y no hay otro nombre en que pueda ser salvado.