Acompañemos a Jesucristo y a los hermanos que sufren
Acompañemos a Jesús en sus sufrimientos, Él que “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo… se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz" (Flp 2,8). Acompañar e identificarse con el Señor, pues hoy Jesús Crucificado continúa sufriendo en las víctimas del Covid-19 y en tantas otras pandemias, y, Resucitado, continúa venciendo por la esperanza que infunde a los que se entregan por amor a los hermanos.
Nos ayudará el profundizar en el hecho de que Jesús sufrió de muchas maneras y a lo largo de toda su vida. Vivió las dificultades de un pobre que “no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9,58). Sufrió las tentaciones y las dudas humanas. Tuvo que decidir y buscar, sin que todo estuviese claro. Aprendió con sufrimientos a obedecer. Y padeció la soledad, la incomunicación y la incomprensión de los que le rodeaban. Él iba más allá, pero ellos no seguían: “Ningún profeta es bien recibido en su tierra” (Lc 4,24). Tuvo que huir, le ponían trampas. Fue mal visto por las autoridades. Le traicionaron por dinero (Lc 22,1-16). Y fue injustamente condenado, torturado y clavado en la Cruz. Todos le abandonaron y aparentemente fracasó. La pasión de Cristo desvela todos los sufrimientos espirituales, morales y físicos del Señor y de la humanidad.
Pero ¿cómo vivió el sufrimiento Jesús, para que le imitemos? Con interioridad y paz. Con una única y gran intimidad con el Padre: “Padre, yo sé que Tú me escuchas siempre” (Jn 11,42). En silencio activo. Son notables sus silencios como en la pasión de Marcos, en la que siempre está callado; no contesta ni se defiende. Y con solidaridad hacia los que sufren y los pecadores. Él carga sobre sí el pecado de todos: “Es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Sufre con sentido, pues da valor redentor al sufrimiento y a la cruz. Su vida y su sufrimiento es un sacrificio agradable al Padre. Está salvando el mundo. Sobre todo, con un gran amor. Es en las dificultades cuando el amor se manifiesta más: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Podemos asumir nuestros propios sufrimientos, que son parte importante de nuestra vida, y vivirlos como un sacrificio que podemos ofrecer, en los que podemos “gloriarnos” (S. Pablo). Acompañar con amor a los que sufren cerca de nosotros, luchando por aminorar sus sufrimientos y acompañándolos con ternura y valentía, con las fuerzas que Dios nos dará. Como el Cireneo ayudó a Jesús (Lc 23,26). Y acompañar al Señor, aprendiendo de la mano de la Virgen María, Madre dolorosa, fuerte y silenciosa al pie de la Cruz, perseverante, llena de fe y de confianza en la Resurrección.