María, acogedora de la Palabra, esperanza del Adviento
Ella es la persona que mejor nos ayuda a vivir la esperanza del Adviento y a preparar con alegría cristiana la venida de Cristo. A confesar los pecados y entrar en un nuevo dinamismo de perdón, de humildad y de amor. Ella supo esperar al Señor y le ofreció la estancia de su Corazón Inmaculado; le dio su sí generoso y bien dispuesto, y vivió la caridad que, desde Dios, se difunde en nosotros y en quienes nos rodean. Por eso Ella es la Madre de la Esperanza, que nos guía por los caminos de la acogida del Reino de Dios.
María acoge y comunica la Palabra de Dios. En la Anunciación responde decidida y llena de fe: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Escucha la Palabra y la cumple (Lc 11,27-28). Sólo desde la escucha piadosa y atenta de la Palabra de Dios fue posible su "sí" a la Encarnación, sólo porque se fió de esta Palabra, la misma Palabra floreció en sus entrañas y germinó en el Hijo de Dios e Hijo suyo. María vivió absorta en la Palabra Dios y en su acogida. Conservaba y meditaba en su corazón todo lo que había visto y oído (cf. Lc 2,51) permaneciendo siempre fiel porque creyó en la Palabra: "Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,45).
Y el Magnificat que es un canto de la Palabra en María, nos muestra la profundidad de su alma; es la mejor muestra de María como mujer de la Palabra. Este poema es un tejido completamente realizado con hilos del Antiguo Testamento. Nos muestra que María se sentía como en casa con la Palabra de Dios: María vivía de ella, estaba configurada por ella. Hablaba y oraba con palabras de Dios; sus pensamientos eran los pensamientos de Dios. María estaba penetrada de la luz divina; por eso era tan espléndida, tan bella; por eso irradiaba amor y bondad. María, escuchando la Palabra de Dios y cumpliéndola, había llegado a la plenitud de la gracia, al modelo de la fidelidad a las Sagradas Escrituras y a la fecundidad espléndida que obra en la persona el amor del Espíritu Santo. Como María, sepamos decir sí a Dios, desde el silencio más profundo de nuestro interior; y dejemos que Dios intervenga en nuestra vida. Así estaremos llenos de una inagotable alegría.
Durante todo el Adviento, celebremos y confiemos en la Virgen Inmaculada que nos hará crecer en la calidez y la ternura para acoger a Jesús. Honorémosla y agradezcámosle el misterio de ser sin pecado concebida, toda de Dios, que nos estimula y atrae hacia la virtud y el bien siempre más grandes. Aspirando a lo máximo, seremos más felices, y no nos rendiremos a la ley del mínimo esfuerzo y del pecado tolerado como insuperable. Dios ha vencido en María el pecado del mundo, y nos quiere acogedores de su gracia, ya que Dios todo lo puede. Así daremos frutos de buenas obras. La aspiración no puede conformarse con poco; tiene que ser muy grande. ¡Aspiremos a la santidad!