"Todos seremos transformados por la victoria de Nuestro Señor Jesucristo"

Estamos dentro de la Semana de oración por la Unidad de los Cristianos que tiene lugar los días 18 al 25 de enero. Hace cuatro años, celebrábamos el centenario de esta iniciativa ecuménica de oración por la misma intención: que todos seamos uno y que Dios sea reverenciado por todos al mismo tiempo. Un gran momento de esta unidad para los católicos fue en 1964, cuando en Jerusalén, el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico ortodoxo Atenágoras I, se abrazaron y recitaron juntos la oración de Cristo "que todos sean uno" (Jn 17). Y ese mismo año, se aprobó el "Decreto sobre el Ecumenismo" del Concilio Vaticano II que comienza diciendo de forma solemne que "promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los fines principales que se ha propuesto el Sacrosanto Concilio Vaticano II, puesto que única es la Iglesia fundada por Cristo Señor", y subraya que la oración es el alma del movimiento ecuménico y promueve la práctica de la semana de oración por la unidad de los cristianos.

El lema de la semana de oración para el 2012, se inspira en 1Cor 15,51-58: "Todos seremos transformados por la victoria de Nuestro Señor Jesucristo". Y los materiales preparados por un grupo ecuménico polaco de trabajo insisten en el poder transformador de la fe en Cristo, tema muy relacionado con nuestra oración por la unidad. ¿Quién nos hará converger hacia la unidad? ¿Quién ganará al final? Debemos reflexionar más profundamente sobre lo que significa «ganar» y «perder», especialmente a la luz del hecho de que el concepto de «victoria» se entiende frecuentemente en términos triunfalistas. Sin embargo, Cristo nos muestra una manera muy diferente de entenderlo. La rivalidad es una característica permanente no sólo en el deporte, sino también en la vida política, empresarial, cultural e incluso en la eclesial. Cuando los discípulos de Jesús discutían sobre «quién era el más importante» (Mc 9,34), se manifestaba claramente que este impulso es fuerte en las personas. Pero la reacción de Jesús era muy sencilla: «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Se trata de lograr una victoria que integre a todos los cristianos en el servicio a Dios y al prójimo. Ésta es la unidad por la que rezamos. Y ésta es la transformación que deseamos, y que sólo nos puede venir del poder transformador del Espíritu de Cristo Resucitado. Es orando y esforzándonos por la unidad plena y visible de la Iglesia como nosotros mismos -y las tradiciones a las que pertenecemos- seremos cambiados, transformados y configurados con Cristo. La unidad por la que rezamos podrá exigir el cambio de formas de vida de la Iglesia que nos son familiares. Esta unidad no es simplemente una noción «cómoda» de amistad y cooperación. Requiere una voluntad de superar cualquier forma de competición entre nosotros. Debemos abrirnos unos a otros, ofrecer y recibir los dones que tenemos, para poder verdaderamente entrar en la nueva vida de Cristo, que es la única verdadera victoria. Dejémonos transformar...

Por eso oramos confiadamente: "Dios Todopoderoso, en Jesús nos has dicho que quien quiera ser el primero debe hacerse el último y el servidor de todos. Entramos en tu presencia sabiendo que tu victoria se gana por la debilidad de la cruz. Te rogamos que la Iglesia pueda ser una. Enséñanos a aceptar humildemente que esta unidad es un don de tu Espíritu; a través de este don, cámbianos, transfórmanos y haznos más semejantes a tu Hijo Jesucristo. Amén."

Salgamos al encuentro de los emigrantes y abramos puertas

La Jornada de las migraciones, que este año tiene por lema "la nueva evangelización y las migraciones", nos anima a "salir al encuentro y abrir las puertas" a quienes han llegado entre nosotros por razones de supervivencia, de trabajo, culturales o incluso de asilo político. Y debemos promover hacia ellos una obra de evangelización con nueva fuerza y maneras renovadas en un mundo donde las fronteras se difuminan. Dios espera que les anunciemos a Cristo. Ya lo reflexionamos los Obispos de Cataluña hace un año, en nuestro documento "Al servicio de nuestro pueblo".

Es cierto que Cataluña tiene que hacer frente a un nuevo reto, exigente, que es el flujo migratorio de personas procedentes de países extracomunitarios, que implantan entre nosotros categorías culturales y costumbres muy diferentes de las nuestras. Esto ocasiona un cierto distanciamiento y una marginación social, a menudo agravada por la situación de precariedad y pobreza, provocada por la crisis económica. Hay que tener en cuenta lo que Benedicto XVI afirma al respecto, que «es un fenómeno complejo de gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de dinero. (...) Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación» (Caritas in veritate n. 62).

Nuestra tradición moral para con los forasteros nos viene heredada del Antiguo Testamento que manda no oprimir al inmigrante (Ex 23,9; Lv 19,33-34) y nos viene sellada con el Nuevo Testamento, que revela que Jesús mismo se identifica con el forastero que es acogido (Mt 25,35). Por eso los cristianos estamos siempre invitados al amor generoso hacia el inmigrante y tratamos de practicarlo a través de todos los organismos eclesiales de servicio social y caritativo. El objetivo debe ser doble. Debemos hacer un esfuerzo para garantizar los derechos de los recién llegados, para que sean tratados siempre con la dignidad que corresponde a toda persona humana, especialmente si sufren formas de vulnerabilidad social y económica. Y al mismo tiempo también hay que ayudarlos a integrarse en nuestra cultura y en nuestra sociedad, sin que pierdan sus peculiaridades propias y legítimas. Esto resultará más urgente, tratándose de derechos y deberes regulados por la ley. Y de esta integración se derivará también una renovación de nuestras comunidades cristianas, pues muchos son católicos, pero también una renovación de la sociedad catalana, como la larga tradición de nuestra cultura muestra ampliamente con las aportaciones de las diversas emigraciones, realizándose así un noble intercambio de dones recíprocos. Siempre habrá que superar todo egoísmo nacionalista por parte de los pueblos que acogen, y a la vez «los inmigrantes tienen el deber de integrarse en el país de acogida, respetando sus leyes y la identidad nacional» (Benedicto XVI, Mensaje para las migraciones de 2011).

La nueva evangelización reclama que seamos aún más coherentes para testimoniar nuestras convicciones, tanto hacia los emigrantes que ya son cristianos y necesitan que les abramos nuestras familias y comunidades con confianza, como hacia los que aún no conocen a Cristo y podrán llegar a la fe, si nos ven convencidos en nuestra fe y generosos, solidarios y acogedores para con todos.

Por el bautismo somos servidores de Dios y de los hermanos

El tiempo litúrgico de Navidad, que este domingo concluye con la fiesta del Bautismo del Señor, es breve pero muy intenso y luminoso. En este año, ha durado dos semanas, pero con muchas fiestas en su interior, que contemplamos con agradecimiento y estupor: Dios hecho hombre en el seno de una Virgen, su Nacimiento y su radiante Manifestación como Hijo de Dios en carne humana débil y misteriosa, la venida de los humildes pastores y de los magos paganos, el cumplimiento de las promesas. Jesús todo lo realiza "para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado" (prefacio II de Navidad).

¿Y si lo leyéramos todo en clave de "servicio"? En Cristo todo es "servicio", donación de vida y de caridad. En el momento de su Bautismo, cuando más se humilla como si fuera un pecador, Dios revela que aquel hombre "es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3,17). Es el Siervo de Dios que todo lo salva, como describe el profeta Isaías. Su esencia es ser Hijo, engendrado por el Padre, desde toda la eternidad, que ha descendido hasta nosotros por amor, para manifestar y comunicar el amor del Padre y realizar la redención de la humanidad (Jn 1,1-18). Él ama al Padre totalmente, es Uno con el Padre (Jn 10,30), dice lo que el Padre le ha enseñado, y hace siempre lo que le place (Jn 8,28-29). Vive despojado de sí mismo para ofrecer las palabras que ha recibido del Padre. Él mismo es la Palabra del Padre que salva al mundo, lo reconcilia con Dios y lo crea de nuevo. Él "a los hambrientos los colma de bienes", los bienes de la salud, compañía, consuelo, reconciliación, paz... Y lo hace, haciéndose "carne", con un estilo propio: la debilidad, la inocencia, la bondad, que convencen. "Sólo el amor es digno de fe", decía el teólogo Urs von Balthasar. Jesús comprendió su misión como un "servicio": "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20,28).

Y nuestro bautismo, ¿no nos ha hecho servidores de Dios y de los hermanos? Por gracia, todo cristiano es "otro Cristo" (alter Christus). Navidad y Epifanía nos llevan a descubrir que la misión del discípulo es hacer presente el amor de aquel Niño silencioso y necesitado de ayuda. El cristiano es un servidor. No podemos vivir nuestro "servicio" como un puro activismo (cf. Lc 10,41), sino que necesitamos buscar primero lo más importante y necesario, y aprender a realizar en concreto la síntesis de ser "contemplativos en la acción". Probablemente hoy lo más necesario es el testimonio sobre Dios, que reclama que seamos personas de oración y de unión con Él: servidores del anuncio y el testimonio creíble sobre Dios. Y al mismo tiempo un testimonio que se trasforme en servicio generoso en las mil y una necesidades que encontramos entre nuestros hermanos, en el mundo que queremos que acoja el Reino de Dios. Lo aprendemos, estos días, de la Virgen María y de San José, humildes servidores del misterio del Hijo de Dios. Igualmente nos ayudan los ángeles, los pastores y los magos: anuncian, van, dan, preguntan, hablan, caminan, siguen la estrella... con alegría. Y así mismo los servidores de las bodas de Caná, que ponen el agua, negando su propia voluntad con una aceptación obediente de Cristo y de su Palabra poderosa. Y a lo largo del Evangelio vamos aprendiendo a preparar la cena pascual de Jesús, a estar firmes al pie de la Cruz y a ser testigos valientes de la Resurrección. Creyendo sin ver...
Pidamos la gracia de ser servidores de Dios y servidores de los hermanos en todas sus necesidades. Enviados de dos en dos, con un estilo evangélico sencillo y pobre, anunciando la Paz del Reino a todos y en todas partes. Agradezcamos nuestro bautismo que nos ha hecho realmente hijos de Dios, y servidores suyos en Cristo.