Amemos y cuidemos a las familias (1)
En el ámbito de las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Epifanía, os propongo la oración y la reflexión sobre las familias, con una relectura de la Exhortación apostólica del beato Papa Juan Pablo II sobre la misión de la familia (Familiaris consortio), escrita hace 31 años pero de mucha actualidad. En estos momentos de crisis económica y social que vivimos, debemos redescubrir de nuevo el gran valor que tienen las familias, la nuestra y todas las demás. Gracias a las familias, podemos resistir. Por eso las debemos sostener, ayudar, educar, formar, acompañar y sobre todo amar, para que puedan transmitir la fe a niños y jóvenes, y construir la civilización del amor hacia la cual todos estamos comprometidos desde Belén y por el misterio de la Encarnación de nuestro Dios. ¡La familia es clave para la nueva evangelización!
Más que nunca, hoy nos damos cuenta de que el bien de toda la sociedad está profundamente vinculado al bien de la familia. Hay que asegurarle vitalidad plena, y promoción humana y cristiana, contribuyendo así a la renovación de la sociedad y de todo el Pueblo de Dios. Por un lado existe una conciencia más viva de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el matrimonio; valoramos la dignidad de la mujer, la procreación responsable y la educación esmerada de los hijos. Tenemos más conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, con vistas a una ayuda recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. Por otra lado no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí, las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos, las dificultades concretas que a menudo experimenta la familia en la transmisión de los valores, el número creciente de separaciones y divorcios, la plaga del aborto, la instauración de una mentalidad anticoncepcional. En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta.
También hay que añadir que a muchas familias les faltan los medios básicos para la supervivencia como son el alimento, el trabajo, la vivienda, las medicinas... y en cambio, en otros, el excesivo bienestar y la mentalidad consumista, paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el futuro, quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas humanas, y así la vida en muchas ocasiones ya no es vista como una bendición, sino como un peligro del que hay que defenderse. La situación histórica en que vive la familia se presenta, pues, como un conjunto de luces y sombras. Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen entre sí, es decir, un conflicto entre dos amores: el amor de Dios llevado hasta el desprecio de sí mismo, y el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios (San Agustín). Se desprende la necesidad de la educación de todos, especialmente de los jóvenes, en el amor enraizado en la fe; el combate pacífico para invertir los signos de esta cultura egoísta que va penetrando y se va imponiendo; y el ofrecimiento de testimonios que hagan ver que todo lo que creemos del amor y de la familia es posible, con la gracia de Dios.