El sacerdote, testigo de la misericordia de Dios

Cercana a la fiesta de San José, fiel custodio de Jesús y encargado de su crecimiento humano, y dentro de la conmemoración gozosa del Año sacerdotal bajo la ejemplaridad de San Juan María Vianney, pedimos hoy por todos los seminaristas del mundo, los 6 de nuestra Diócesis y todos los que se preparan en la Iglesia para recibir un día la gracia del ministerio sacerdotal, en bien de sus hermanos. En la última estadística oficial de la Iglesia se dice que en todo el mundo hay 117.024 candidatos al sacerdocio, lo que significa una subida porcentual en todos los continentes, menos en Europa donde baja un 4'3%. Celebramos, pues, el Día del Seminario que nunca puede dejarnos indiferentes como católicos. ¡Son "nuestros" seminaristas, los que deberán asegurar nuestra continuidad eclesial!

La vida de un sacerdote es un gran camino humano y espiritual, una vida muy plena y realizada, porque hace la voluntad de Dios en medio del mundo, y es "otro Cristo" en la tierra, en multitud de situaciones. Las vidas apasionantes de los sacerdotes deben encontrar continuadores. Es la oración confiada que brota de los labios de todos los cristianos, porque estamos seguros de la necesidad que tenemos de santos y buenos sacerdotes, que den toda su vida a Cristo y así puedan ser instrumentos suyos. Ellos hacen presente a Cristo entre nosotros. ¡Cuánto debemos a los buenos sacerdotes que nos han ayudado y que hemos conocido a lo largo de la vida! Y todos ellos, antes, fueron seminaristas, se prepararon largamente para recibir esta misión de Cristo mismo, que los hace apóstoles suyos, predicadores de su Reino, portadores de su amor y hermanos de todos los hombres. Precisamente cuando los tiempos son proclives a destacar las deficiencias de algunos miembros del clero, debemos manifestar bien alto que la fidelidad de los sacerdotes ha sido y es ejemplar, que tantos y tantos sacerdotes han dado martirialmente su vida y la siguen dando, para que otros la encuentren y conozcan a Jesucristo, el amor misericordioso de Dios. Con sacrificios personales y de sus familias, con renuncias y perseverancia mantenidas, con oración, amistad y entrega gozosa, con tantos sacramentos que nos han regalado en nombre de Cristo... los sacerdotes nos siguen enseñando el camino de la fe y del amor, que no pasará nunca. ¡Demos gracias por nuestros buenos sacerdotes!

El lema del día el Seminario, "El sacerdote, testigo de la misericordia de Dios", pone de relieve que todo el ministerio de los sacerdotes consiste en hacer presente y regalar gratuitamente una misericordia que viene de Dios, que repara nuestras heridas, que reconcilia a los enemigos y une a las familias y a los pueblos, que recrea nuestra comunión con Dios y con la Iglesia, y nos urge a que también nosotros seamos "misericordiosos como lo es nuestro Padre" (Lc 6,36).

En el camino de Cuaresma hacia la Pascua debemos amar y valorar profundamente la gracia que Cristo nos da a través de los sacerdotes, así como de los seminaristas que están en camino de serlo. El Lunes Santo celebraremos la Misa Crismal en la que los sacerdotes renovarán las promesas sacerdotales. El Jueves Santo agradeceremos el sacerdocio y la Eucaristía, y aprenderemos que todo ministerio consiste en lavar los pies a los hermanos. El Viernes Santo miraremos "al que traspasaron", porque de la Cruz brota el ministerio siempre asociado al sacrificio redentor de Cristo, y que significa dar la vida como Él. Y en la Vigilia Pascual y la Pascua podremos agradecer el don de los amigos a quienes Jesucristo ha hecho apóstoles y profetas suyos, para que sean testigos de su Resurrección y de la Vida Nueva que Él ha inaugurado con su Misterio Pascual.

Vivamos el sacramento del perdón

El tiempo de Cuaresma, y más aún durante el Año sacerdotal, es tiempo apropiado para pedir perdón de los pecados de forma sacramental, dirigiéndose a los sacerdotes que -sin mérito alguno- perdonan los pecados en nombre y por el poder de Cristo, el Buen Pastor. Él dejó a sus apóstoles el mandato de perdonar los pecados ya desde su primera aparición en el Cenáculo: "Recibid el Espíritu Santo. A todos aquellos a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; pero mientras no los perdonéis, les quedan retenidos" (Jn 20,22-23). Pero, ¿aprovechamos este gran don de la reconciliación? Yo os exhorto a celebrar en estos días el sacramento del perdón, con confianza, porque nos hará bien espiritualmente, y la Iglesia nos manda, "¡cumplir por Pascua!"

Confesarse es creer en la misericordia de Dios. Es confesar la fe. Celebrar este sacramento es siempre creer y proclamar que el pecado y la muerte han sido vencidos por el sacrificio redentor de Jesucristo crucificado y resucitado, y por su victoria sobre el Maligno. "Creer en el Hijo crucificado -decía Juan Pablo II- significa «ver al Padre», significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle «perecer en la gehenna» "(Dives in misericordia, 7).

Confesarse es creer que podemos cambiar y que Cristo nos ayuda a cambiar. Nos ayuda el vivir la fe como un camino de seguimiento de Jesucristo, en el que caemos y nos levantamos, pero en el que lo importante es seguir, permanecer, llegar, y vivir con Él. No es decisivo no caer nunca, sino levantarse humildemente si hemos caído y volver a empezar de nuevo. Y por la misericordia que derrama en nosotros el sacramento del perdón, podremos. Sí, nosotros todo lo podemos, con la gracia de Cristo.

Confesarse es reconocer la propia vida mal hecha, y querer enmendarse. Si uno se compara con el amor de Cristo, con la vida santa de la Virgen María y la bondad de los santos, seguro que encontrará que no es perfecto y que necesita mejorar. Nadie con suficiente juicio no puede decir nunca, "yo no tengo ningún pecado" o "yo no hago nada malo"... Por más que las circunstancias y la cultura ambiental nos condicionen parcialmente, todos podemos reconocer que necesitamos una conversión, y que debe ser concreta. Por Cristo, podemos cambiar y mejorar, podemos rehacer el camino mal hecho.

Confesarse es rehacer la comunión con la Iglesia. Reconciliarse con Dios, sí, pero también con la Iglesia, con los hermanos, a los que hemos hecho daño con nuestras deficiencias y pecados. Necesitamos la palabra cálida, amorosa, paternal del sacerdote que nos diga "Yo te perdono", para saber que no es una invención mía, sino una gracia eclesial la que me llega con toda certeza y me renueva. El confesor me escuchará, me aconsejará, me ayudará ... pero sobre todo, él en nombre de Cristo, me hará llegar la gracia del perdón que nos restaura. No tengamos miedo, ni vergüenza, ni pereza, ni justificaciones recelosas ante la confesión... Cristo perdona a través de los sacerdotes. Valoremos este don de gracia y aprovechémoslo de nuevo en esta Cuaresma.

"Lo que yo quiero es amor y no sacrificios" (Mt 9,13)

Adentrados en el camino de conversión hacia la Pascua y después de escuchar los relatos de las tentaciones y de la transfiguración del Señor, que siempre se proclaman en los dos primeros domingos de Cuaresma, la Iglesia quiere que acojamos con fe, desde hoy hasta el domingo Ramos o de la Pasión, tres relatos evangélicos que hablan de la misericordia paternal y paciente de Dios, que siempre espera nuestra conversión.

Este tercer domingo brilla la paciencia del viñador con la higuera estéril, "a ver si en adelante da fruto" (Lc 13,9). El domingo que viene nos revela el amor indefectible del Padre misericordioso, que atrae al hijo pródigo y suplica al hijo mayor que sea también misericordioso, porque "este hermano tuyo, estaba muerto y ha vuelto a la vida; lo dábamos por perdido y lo hemos encontrado" (Lc 15,32). Y, abundando, el quinto domingo se nos mostrará el amor de Jesús por la mujer adúltera, que pudo escuchar unas palabras nuevas, liberadoras, llenas de compasión, "tampoco yo te condeno; vete, y de ahora en adelante no peques más" (Jn 8,11).

Y es que Jesús se interpreta a sí mismo y se revela como la misericordia de Dios llegando al mundo, y transformándolo, ya que con él llega el perdón de los pecados, el rescate del mal y el amor que todo lo vence, hasta las cruces y la muerte misma. "Id a aprender qué significa aquello de: "Lo que yo quiero es amor y no sacrificios" (Mt 9,13, citando al profeta Oseas 6,6). Este es el triunfo pascual que nos disponemos a celebrar, en verdad y con obras de conversión.

Quien nos asegura que quiere amor, misericordia, y no sacrificios, es Jesús, Aquel que ofreció el sacrificio más perfecto de sí mismo a Dios. Y este sacrificio era al mismo tiempo la revelación suprema del Padre, que es "rico en misericordia" (Ef 2,4).

Durante la Cuaresma los cristianos meditamos arrodillados el misterio del sacrificio y de la misericordia, e intentamos, a partir de ahí, construir tanto nuestra vida espiritual, interior, como nuestra acción y nuestro servicio al prójimo y al mundo. Tenemos que entrar muy profundamente en este misterio del sacrificio de Cristo, para llevar a cabo cada día nuestra misión, que es una misión de misericordia y de amor. Y transformados por la gracia de Jesucristo, ese amor siempre será más grande, más victorioso que el mal, por impenetrable y oscuro que éste pueda parecernos.

Tenemos que entrar muy profundamente en el misterio del sacrificio de Cristo para que en nuestra vida brille la misericordia hacia todos. Empezando por aprender a perdonarse a uno mismo (¡tantas personas llevan una herida en su interior, porque no se han aceptado ni perdonado!). Y continuando por perdonar y aceptar a los demás con sus deficiencias y pecados, ¡siempre tratando de no tener enemigos, ni rencores, sino sólo amigos y gente querida! Y finalmente abrir el corazón a Dios, dejarse amar y curar por su gracia y su perdón; hacer la paz con nuestro Padre, y regresar a sus brazos y a su amor, que todo lo puede y todo lo vence . "La conversión consiste en volver a Dios, el ‘retorno' más importante, el único que merece ser tenido en cuenta", afirma José M ª Cabodevilla en un conocido libro sobre "El Padre del hijo pródigo".

"La justicia de Dios se ha manifestado por medio de la fe en Cristo"

Como ya viene siendo habitual, el Papa ha enviado a todos los fieles católicos un Mensaje para la Cuaresma que este año se inspira en el texto de S. Pablo a los Romanos (3,21-22) sobre la justicia que nos hace realmente buenos, justos. La Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en que volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. El tiempo penitencial debe ser para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino a cumplir toda justicia. Sin rebajar la dificultad del tema de la justificación en S. Pablo, quiere que no perdamos de vista esta "justicia de Dios" que recibiremos por la Muerte y la Resurrección pascual del Señor.

¿Qué es la "justicia"?, se pregunta el Santo Padre. Si respondemos que es "dar a cada uno lo suyo", nos damos cuenta en seguida que lo que el hombre más necesita no se lo pueden garantizar las leyes. Para ser feliz y disfrutar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que sólo se le puede conceder gratuitamente, y que es el amor que únicamente Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, le puede comunicar.

Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios, pero la justicia "distributiva" no proporciona al ser humano todo "lo suyo" que le corresponde. El hombre, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Y si nos interrogamos por la injusticia y el mal, vemos que no los podemos identificar en una causa exterior. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas, tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. El salmista reconoce amargamente su fragilidad: "en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (Sal 50,7).

¿Cómo podrá el hombre liberarse de este impulso egoísta y abrirse al amor? Saliendo de la ilusión de su autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia, con una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre? ¡Cristo, es la justicia de Dios! El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, sed de la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre quien repara, que se cura a sí mismo y a los demás. Y no son los sacrificios del hombre los que lo libran del peso de las culpas, sino el amor de Dios que acoge hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la "maldición" que corresponde al hombre, para transmitir a cambio la "bendición" que corresponde a Dios. La justicia divina es profundamente diferente de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los otros y de Dios, exigencia de su perdón y su amistad.

Se necesita mucha humildad para aceptar tener necesidad de otro que me libre de "mí" mismo, para darme gratuitamente lo que es "suyo". Y el Papa recuerda que esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia "más grande", que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien, en cualquier caso, se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar. Pidamos la gracia de la fe confiada en Cristo, que nos hace justos.