Confesarse es creer en la misericordia de Dios. Es confesar la fe. Celebrar este sacramento es siempre creer y proclamar que el pecado y la muerte han sido vencidos por el sacrificio redentor de Jesucristo crucificado y resucitado, y por su victoria sobre el Maligno. "Creer en el Hijo crucificado -decía Juan Pablo II- significa «ver al Padre», significa creer que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia. En efecto, es ésta la dimensión indispensable del amor, es como su segundo nombre y a la vez el modo específico de su revelación y actuación respecto a la realidad del mal presente en el mundo que afecta al hombre y lo asedia, que se insinúa asimismo en su corazón y puede hacerle «perecer en la gehenna» "(Dives in misericordia, 7).
Confesarse es creer que podemos cambiar y que Cristo nos ayuda a cambiar. Nos ayuda el vivir la fe como un camino de seguimiento de Jesucristo, en el que caemos y nos levantamos, pero en el que lo importante es seguir, permanecer, llegar, y vivir con Él. No es decisivo no caer nunca, sino levantarse humildemente si hemos caído y volver a empezar de nuevo. Y por la misericordia que derrama en nosotros el sacramento del perdón, podremos. Sí, nosotros todo lo podemos, con la gracia de Cristo.
Confesarse es reconocer la propia vida mal hecha, y querer enmendarse. Si uno se compara con el amor de Cristo, con la vida santa de la Virgen María y la bondad de los santos, seguro que encontrará que no es perfecto y que necesita mejorar. Nadie con suficiente juicio no puede decir nunca, "yo no tengo ningún pecado" o "yo no hago nada malo"... Por más que las circunstancias y la cultura ambiental nos condicionen parcialmente, todos podemos reconocer que necesitamos una conversión, y que debe ser concreta. Por Cristo, podemos cambiar y mejorar, podemos rehacer el camino mal hecho.
Confesarse es rehacer la comunión con la Iglesia. Reconciliarse con Dios, sí, pero también con la Iglesia, con los hermanos, a los que hemos hecho daño con nuestras deficiencias y pecados. Necesitamos la palabra cálida, amorosa, paternal del sacerdote que nos diga "Yo te perdono", para saber que no es una invención mía, sino una gracia eclesial la que me llega con toda certeza y me renueva. El confesor me escuchará, me aconsejará, me ayudará ... pero sobre todo, él en nombre de Cristo, me hará llegar la gracia del perdón que nos restaura. No tengamos miedo, ni vergüenza, ni pereza, ni justificaciones recelosas ante la confesión... Cristo perdona a través de los sacerdotes. Valoremos este don de gracia y aprovechémoslo de nuevo en esta Cuaresma.